domingo, 19 de junio de 2016

La tabla, por Eduardo Laporte

Ediciones Demipage. 102 páginas. 1ª edición de 2016.
Prólogo de Javier Serena.

Conocí en persona a Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) en 2012, en el encuentro de blogs literarios que tuvo lugar en el Medialab-Prado de Madrid, al que ambos habíamos sido invitados como ponentes. Desde entonces he coincidido con él más de una vez en presentaciones de libros. Un año antes de su publicación ya me había hablado de La tabla, su última novela publicada en Demipage.
Cuando La tabla se había convertido definitivamente en libro, Eduardo me escribió en abril para preguntarme si me gustaría recibir un ejemplar. Le di mi dirección y unas semanas después de recibirlo me puse con él.

En 2011, Eduardo había publicado en Demipage Luz de noviembre, por la tarde, una novela de duelo sobre la muerte de su padre y de su madre, que se produjeron con muy poco tiempo de diferencia. Además, ha publicado un libro con entradas de su blog, El náuGrafo digital, que funciona como una especie de diario en el que va anotando pequeñas impresiones sobre la cotidianidad. Recuerdo que también publicó en formato digital una crónica sobre un viaje que había hecho a Cuba. Por tanto, la producción literaria de Eduardo Laporte se aproxima mucho, por una parte, a la labor periodística que practica como profesión, y por otra a la del diario confesional.

En La tabla nos encontramos con un narrador, fácilmente identificable con el propio Laporte, que disfruta de unos días de vacaciones en las playas de Almería. El protagonista se pierde al buscar una cala y recuerda entonces Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez, la crónica periodística de los días que el marinero Luis Alejandro Velasco estuvo perdido en el mar Caribe. Las dudas sobre su carrera literaria asaltan al narrador: «Como si fuera un ser potencialmente malo, capaz de vender mi alma al diablo por mantener mi hueco en el parnasillo de las vanidades literarias que formábamos unos cuantos nombres completamente desconocidos para el gran público» (pág. 24). Tal vez imbuido por el recuerdo de Relato de un náufrago, empieza a pensar en Xabier Pérez Larrea, un alumno de su mismo colegio en Pamplona algo mayor que él que, a finales de los 80 o principios de los 90 (en ese momento no lo recuerda exactamente), permaneció treinta horas a la deriva sobre una tabla rota de windsurf frente a las costas de Tarragona. «Fue entonces cuando me acordé de él. Sólo sabía que se llamaba Xabi y que había sido compañero de mi prima mayor, en nuestro colegio de Pamplona, San Cernin. También sabía que había sobrevivido una noche en el mar, aferrado a su tabla de windsurf. Y que había vomitado sangre. Y que la noticia de su rescate ocupó la portada del Diario de Navarra un día de finales de los ochenta o principios de los noventa. Y que volvió a clase como un pequeño héroe de diecisiete años» (pág. 26).

Laporte empieza a buscar a Xabi Pérez Larrea. Las dudas sobre su labor literaria continúan: «¿Tiene sentido dedicar mis esfuerzos a tan minúscula y olvidada proeza?» (pág. 30). Estar ocupado en algo será lo que permita al narrador seguir adelante, además de la sensación de identificación con el personaje sobre el que desea narrar, entre un náufrago digital y otro real. «Me motivaba la idea de escribir sobre otro, como un ejercicio de antiautobiografía en el que el autor no tiene todo el control. Aunque, como comprobaría después, ir a su encuentro era también viajar hacia mí mismo» (pág. 32).

El encuentro se produce. Xabi Pérez accede a que Eduardo Laporte cuente su historia. Entre las páginas 37 y 88 de este libro de apenas 100, se reconstruye la aventura de Xabi en el mar, la historia del día en que un adolescente de diecisiete años, que tenía que hacer deberes de matemáticas, salió de su casa de vacaciones un domingo de Semana Santa para practicar windsurf en las playas de Salou y, debido a la rotura del mástil, permaneció treinta horas a la deriva, pasando una noche de espanto en el mar hasta que fue rescatado al día siguiente por un helicóptero de salvamento marítimo.

La parte de Xabi está narrada en primera persona. Lo más curioso de este apartado es que el lector puede advertir el trabajo de reconstrucción de la historia llevado a cabo por el escritor. Sobre todo –un detalle que acaba cobrando un tinte de símbolo en el libro– al aludir, desde la nueva voz narrativa, otra vez al náufrago de García Márquez: «Al contrario que el Luis Alejandro Velasco del Relato de un náufrago, yo no llevaba reloj» (pág. 38). En cierto modo, la pesadilla vivida por Xabi aquel domingo de 1990 se convierte en una revisión de la época, gracias a las múltiples referencias populares: la música pop de entonces (Duncan Dhu, Celtas Cortos…), los mitos deportivos (Miguel Indurain), o metáforas como ésta: «Sonido efervescente de peta zetas» (pág. 48).

Laporte juega a emular al García Márquez de Relato de un náufrago, pero da un paso más allá: si García Márquez reconstruye los pensamientos de su personaje y él desaparece de la crónica, Laporte, en un ejercicio autobiográfico, se nos muestra deseando escribir su libro y conversando sobre él, una vez escrito, con su personaje narrado. Así que, si le atraía esta historia por la posibilidad de escribir una antiautobiografía, ha acabado por crear una narración híbrida –como apuntaba Javier Serena en el prólogo: «Un libro en el que se mezcla la reconstrucción de un episodio verdadero con la investigación periodística y con la confesionalidad propia de un diario, con páginas para la reflexión y para un ejercicio de desnudez en el que el creador muestra sus miedos y vacíos sin máscaras de precaución, y cuyo sentido metafórico final viene dado justamente por su carácter fronterizo, pues es más que nunca la mirada y la experiencia del escritor convertido en narrador el que dota de significado a una peripecia que si no hubiera resultado plana» (págs. 9-19)– entre la antiautobiografía buscada y la autobiografía de otras creaciones del autor.

Xabi acabará disfrutando al leer su relato, sobre todo de las partes en las que Laporte se muestra a sí mismo a través de él, se nos cuenta al final, haciendo partícipe al lector en el juego constructivo de la novela. Especialmente conmovedora me ha resultado esta confesión que Laporte apunta al final de su historia sobre las dudas de su futuro literario: «Para publicar un libro de calidad literaria, que generó buenas críticas y no pocos comentarios de conmoción entre quienes lo leyeron, tuvieron que morir mis padres y yo contarlo» (pág. 95).


La tabla me ha resultado una lectura agradable. El juego propuesto entre narrador y personaje narrado consigue que la historia trascienda la pura crónica de las horas que un chico de diecisiete años pasó sobre una tabla rota de windsurf. Lo cierto es que –tal vez porque conozco al autor en persona­– me ha acabado interesando más Eduardo como personaje que Xabi, y me habría gustado que aquél le contara al lector más detalles sobre su dedicación a la escritura, el periodismo o su vida en Madrid y Pamplona. Un aire de melancolía por el fluir del tiempo y por las ilusiones perdidas tiñe toda la novela, y es algo que juega a su favor, porque consigue que trascienda de la mera anécdota elegida.

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