domingo, 30 de agosto de 2015

El año de Stevenson, por Elvio E. Gandolfo

Editorial Iván Rosado. 185 páginas. 1ª edición de 2014.

Ya he comentado aquí alguna vez que después de leer varios libros de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947), comencé a cambiar con él algunos correos por internet y esto ha hecho que unas cuantas veces al año surja alguna conversación entre nosotros sobre libros. Además Elvio ha hecho que sus editores en la Argentina me envíen sus últimos libros publicados. Hace unos meses me llegó el poemario El año de Stevenson, publicado en Rosario (la ciudad de la que es originario, aunque se diese la circunstancia de que naciera en Mendoza), y que acabó en mi casa de Madrid tras pasar por París.

El año de Stevenson es un poemario largo (alcanza las 185 páginas), al que imagino de lenta elaboración. Es decir, Gandolfo es traductor, editor, crítico literario y cuando se acerca a la escritura suele decantarse por el cuento; especulo que estos poemas están elaborados de forma discontinua a lo largo de un número no despreciable de años, entre la escritura de otros libros, antes de que tomaran el cuerpo uniforme de un poemario.

Podemos encontrarnos aquí con poemas bastante cortos, que en más de un caso se presentan como un chispazo de ingenio. Dejo a continuación un ejemplo:

Proyecto y freno


La tarea es fácil:
sólo debés
enamorarla.

Pero a la vez
difícil:
no puede
ser posible.


Pero lo más frecuente es que los poemas que escribe Gandolfo sean largos, de tres o incluso cuatro páginas. El impulso poético suele ser narrativo, como si el autor usara la escritura de estos poemas a modo de diario (encuentro con un amigo, con una sobrina, un recuerdo que le asalta de repente…), y no pareciera dar demasiada importancia a la métrica. En este sentido, tengo la impresión de que cuando el poema es más corto estructura los versos dejando una o dos palabras en cada línea y cuando es más largo decide extender cada verso, cortándolo más por capricho que por cualquier tipo de regla métrica. Es decir, al leer los poemas acabé por no hacer ningún alto al final de cada verso, estructura lingüística que en Gandolfo no aspira a la significación aislada, sino que será el poema (y no el verso), lo que se desprende de él, como reflexión, como interpretación del mundo, lo que tendrá un significado, que tampoco suele incidir en la esencia metafórica de buscar relaciones entre conceptos, sino que, como ya dije su impulso es en gran parte narrativo. Pudiendo ser tan narrativo que nos resume la biografía de un personaje real. Podemos ver un ejemplo en el siguiente poema:


Festival II


Titular “¡Yo soy King Kong!”
es empequeñecer a Merian C. Cooper.
¡Lo daban vuelta los aviones!
¡Admiraba a los hermanos Wright!
¡Les avisó a los de la Academia militar
que los aviones iban a hacer
pedazos a los barcos en la guerra,
y le pegaron una patada en el culo
(la Armada no se banca esas cosas)!

¡En la Primera Guerra quiso
pilotar bombarderos y no cazas
(más elegantes y prestigiosos),
así le hacía más daño al enemigo!
¡Lo ametrallaron los alemanes
y su artillero de cola parecía muerto!
¡Se le incendió el motor, y se
le empezaron a quemar la cara
y las manos! Pequeño detalle: ¡aun
no existían los paracaídas!
Pensó en tirarse igual,
¡pero descubrió que el artillero
todavía vivía! ¡Manejando el avión
con los codos (tenía las manos
quemadas) y las rodillas empezó
a hacerlo volar largo para que
se gastara el combustible!
¡Cayeron y se salvaron!
¡Por el resto de sus vidas
se mandaban una tarjeta cada año
recordando ese día!
¡Después ayudó a los polacos
a combatir el hambre! ¡Fue
prisionero de los chinos que,
contra su costumbre,
lo dejaron vivir, porque
las manos quemadas indicaban
indudablemente que era
un campesino, y no un oficial!

Después el cine: ¡se fue a Siam
y filmó a los animales como nunca
más volvió a hacerlo nadie: tigres
y leopardos dando saltos frenéticos,
de cocainómanos, un mono blanco
de brazos larguísimos haciendo
de comediante, decenas de elefantes
cargando contra un poblado, y después
metiéndose en una trampa
gigante de madera!
¡Impuso el technicolor, que nadie
quería, porque era caro!
¡Inventó el cinerama, que sería después,
más modestamente, el Cinemascope!
¡Filmó un montón de películas
nada menos que con John Ford!

Y además, desde luego, hizo King Kong.
Todo porque quería destacarse,
porque era petiso, porque deseaba
que el padre y el hermano mayor
lo admirasen. ¡Cuando posan juntos,
Ernest Schoedsack le lleva medio
metro de altura! ¡Y Cooper sonríe!

De la muerte nunca te enterás:
ni cómo ni cuándo,
un mito así termina yéndose
en avión, a mostrar Estados Unidos
en Cinerama al resto del mundo:
¡mirá lo que es el Gran Cañón,
mirá lo que son los Grandes Lagos,
mirá lo que son los rascacielos,
mirá, mirá y mirá: todo con tres
cámaras, en una pantalla que
te envuelve como una frazada!

¡Mirá, mirá, mirá: esto es el cine,
te voy a mostrar algo que nunca viste,
y te vas a caer sentado, y nunca
vas a olvidarte de mí,
de Merian C. Cooper, que fumaba
en pipa, que cuando se ponía
el traje militar con condecoraciones
era un descuidado total y a veces
las águilas bélicas estaban
cabeza abajo!

Hice todo lo que pude,
y mucho más. Así que nunca
te olvides de mí. En todo caso
está bien: pensá que King Kong
soy yo.


En el poema anterior podemos observar una de las temáticas del libro: el cine. Así es frecuente que en los poemas se evoquen películas o directores de cine. Por ejemplo: “una película entre / comedia y drama / de Jarmunsch, / de algún independiente, / hasta del primer Win Wenders.” (pág. 33)

Me ha costado entrar en los primeros poemas. Tenía la impresión de que Gandolfo estaba evocando algún episodio personal, con nombres de personas que el lector desconocía y esto llevaba a que se quedase fuera del texto propuesto. Pero después de esa primera impresión, el contenido del libro se suele hacer bastante transparente. Gandolfo evoca encuentros con amigos en los que se habla de literatura o cine. En este sentido, me ha gustado uno de los poemas que habla de una conversación sobre David Lynch con su amigo el escritor Mario Levrero. Dejo aquí el poema:

Intercambio nocturno

Curiosamente rara vez llovía
en las veces numerosas que toqué
el timbre abajo, ante la puerta
de hierro forjado, esperando
su descenso lento, mirando
los boliches nuevos
de las dos veredas,
cada vez más abundantes, percibiendo
al fin el resplandor del ascensor
antiguo, el lento abrirse
de la puerta, los saludos.

Después la discusión alegremente
feroz, imposible de zanjar,
era por ejemplo sobre Lynch:
¿cómo había sido posible,
decía Jorge, o Mario,
hacer algo tan blando,
tan entregado, tan estúpido
como esa película?
Es obvio –se contestaba-
bastaba fijarse en que la distribuía
la Disney. Una cosa familiar,
descafeinada, lejos de la potencia
de creación auténtica de
sus otras películas.
Y se quedaba entonces
callado, triunfal.

Recordando tramos enteros
de la película con el viejo
cruzando América en una
cortadora de césped,
recordando a su hija
retrasada mental,
recordando a la adolescente embarazada
que se le cruzaba en medio de la noche
y sobre todo recordando
aquella charla tranquila
con otro viejo de su edad en un bar,
hablando de las atrocidades
y renuncios de la guerra
(tirar sin darte cuenta
sobre tus propios compañeros)
yo sonreía. Creo en realidad,
decía, que aquí es más que nunca
él, Lynch, en serio.

A Jorge se le cuadraba la mandíbula
de tensión: no, no, decía,
prácticamente herido por mi estulticia,
es una cagada, una mierda
(ese lenguaje circulaba entre nosotros).
Meneaba la cabeza, sin poder creerlo.
Yo ya exhibía apenas la sombra lejana
de una sonrisa. No fuera que en aquellos
ataques de explosiva reacción
creyera que había un toque, un dejo remoto
de burla, de conmiseración incluso.

Él iba hasta el baño y demoraba un rato.
Afuera la plaza se extendía enorme,
una manzana entera despejada
en la oscuridad quieta
de la noche de la ciudad.
Regresaba. Hablábamos de otras cosas.
Yo volvía a mirar de tanto en tanto
con el calibre de un relojero experto
los pechos increíbles de aquella
foto de una mujer desnuda
pegada sobre la pared,
con un erotismo franco,
nada refinado, que invitaba
a un salto a la metafísica,
a la mística, pero quedaba ahí:
en la pared, en la franqueza.

Se acomodaba en el sillón
amplio que había comprado
con la beca, revolvía el café,
nos quedábamos quietamente callados
en la noche casi del todo deshabitada.

Alguno de los dos hacía girar
otra vez la rueda:
Ellroy era un tipo interesante,
decía yo. No lo puedo leer,
me enferma, literalmente, decía él.
Faltaba un largo rato para irme.

De Levrero parece tomar Gandolfo uno de los temas literarios secundarios que recorre los versos de El año de Stevenson: su relación con las palomas, que en Gandolfo puede tornarse conflictiva: “Pienso / en la guerra, en mi guerra / contra las palomas.” (pág. 168)

La mirada de Gandolfo sobre lo retratado suele ser amable, simpática, no exenta de sentido de la camaradería y de humor. Sirva el siguiente poema de ejemplo:


Morires temidos o envidiados I

Me acuerdo de la noche
en que el Chueco asustó
a aquel atildado locutor
en aquella mesa de la calle Ejido,
frente a la intendencia.

Hablábamos de literatura
y cada vez gritábamos más
para imponer el autor que
preferíamos, o más bien lo que
ese autor escribía, comunicaba,
pasaba con toda la potencia.

De golpe el Chueco dijo transido,
conmovido, intenso, como motorizado
por una mujer inalcanzable:
“¡Ah, poder morir leyendo
una página de Bernhard,
sobre el libro abierto!”, y
gráfica, melodramáticamente,
clavó la frente en la madera
de la mesa, con un ruido
a hacha, como si la mesa
fueran páginas, letras del alemán
demente. Y el locutor huyó:
éramos demasiado en esa hora
de la noche estival montevideana,
agradable, inenarrable, pero
que albergaba para él
locos progresivamente
peligrosos.

Son numerosas las páginas de este libro que hablan de las tres ciudades en las que Gandolfo ha pasado más tiempo: Rosario, Buenos Aires y Montevideo. En muchos casos estas evocaciones suelen ser melancólicas, ya que reflejan cambios acontecidos en la ciudad. Me ha gustado este poema que habla de un barrio de Buenos Aires:


Palermo cambia


Un brillo raro en la ventana:
en la noche, tras la cortina
que deja entrever formas y luces,
un cuadrado blanco, frío, publicitario,
donde antes estaba la oscuridad
retinta de la pizzería cálida,
pequeña, cerrada fuera del horario
de trabajo. Adiós al tano veterano
(o con pinta de tal, da lo mismo),
a las motos ruidosas y pequeñas
que salían tirando pedos a entregar
empanadas, calzones, pizzas y pizzetas:
hoy más luz y más frialdad: más y menos
barrio, según sea antiguo o nuevo,
la luz y la electricidad no como civilización,
como barbarie nueva, fascinante.

Groppa hablaba de dos interiores:
el cercano y el lejano de Buenos Aires.
Él se metió y se encontró, perdiéndose,
en un exterior lejano. Pero acá,
en la ciudad misma, están los interiores
más lejanos, los interiores asediados
de la ciudad. La pizzería Kentucky,
las mesas de billar en penumbra iluminada
de la Academia, aquel otro bar, el de
los cien billares de la Avenida, con su
provisión abundante de aquel único gato
recostado a la vidriera, esperándote.

Interiores que resisten y al fin se van,
no mueren. Porque casas, atmósferas y climas
nunca mueren, se traslapan, se reemplazan.
Ojalá la ciudad, digamos, pasara de cálida
y amable a inhóspita y fría en esta noche
de casi invierno fría e iluminada de blanco
por el cartel publicitario y liso que ocupa,
silencioso, el sitio otro de la pizzería
nada antigua, nada Soho, nada Palermo sensible,
simplemente un buen curro (en el sentido español)
para ir tirando, ofreciendo una botella de yapa,
o una porción de fainá (gruesa y mal hecha)
de yapa, o hasta una “pizza de cancha”, con
porción casi para caballos casi de pasto
cubriendo la masa fina y bien cocida.
Nada de pizzería inolvidable y nostalgiosa:
una esquina para ir tirando, casi sin mesas,
hasta que le llegó el casi éxito, y empezaron
a poner dos, tres, cuatro en la vereda.
Algo contranatura para aquella pizzería
solo de delivery, solo de circulación y
entrega. Ahí fue que se distrajo, que quedó
desprotegida y el comercio frío, fácilmente
reemplazable una y otra y otra vez,
de imitación diseño, o imitación arte
la vació sin matarla, la aplastó con
el cartel blanco, vacío en la noche
tras el tejido como de red entreabierta
de la cortina en la noche fría y húmeda
que deja pasar su luz en el aire quieto,
provocando apenas el fastidio de no tener
comida caliente y sabrosa en la vereda
de enfrente, incluso traída (¿dieciocho,
veinte pasos?) con práctica llamada por teléfono.

Si bien he apuntado antes que la mirada de Gandolfo hacia los demás suele ser amable y humorística, se torna más melancólica cuando evoca a sus padres. En este sentido hay una serie de poemas que hablan de la muerte del padre, Francisco Gandolfo (1921-2008), impresor, editor y poeta, creador junto a Elvio de la mítica revista argentina El lagrimal trifulca. Estos poemas hablan de los días anteriores y posteriores a la muerte, y Elvio decide hablar de sí mismo aquí en segunda persona. Aunque creo que el que más me gusta es el que vuelve a la primera persona. Éste:


El día después VII


Tendría que ser en realidad
el día después VIII
pero a veces pasa, ahora:
archivaste un poema arriba del otro
y el de abajo se borró.

Borrado, desaparecido, tragado por el sistema
de la máquina, ese poema. Sin ganas de volver
a escribirlo: apenas contar lo que decía.
Tampoco enojarte, deprimirte, mufarte
sino aceptando, poniendo en segunda instancia
lo que expresaba, perdiendo un poco,
pero ganando otro poco en algún plano.
Recordando aquella frase de la sabiduría paterna
aplicada en el negocio, ya retirado sin embargo,
cuando uno de tus hermanos se quejaba
de que otro espantaba clientes de la imprenta:
“Pero hijo”, dijo tu padre, queriendo decir
simplemente que las cosas vienen y se van,
tal vez sin darse cuenta: “Los clientes
vienen y se van, desde siempre,
no hay que preocuparse.” Frase que me quedó
grabada, siempre, como la otra ley tácita,
recordada por todos: no atarse nunca
a un solo proveedor. No atarse nunca,
en todo caso, en este caso,
a un solo poema, al poema original
al culto de lo único que sólo puede
llevarte a la desesperación y el fracaso.

En un poema Elvio reflexiona sobre una locutora que le preguntó en una entrevista por qué escribió un cuento sobre su padre, pero no uno sobre su madre. Algo que hace que el autor se bloquee para hablar de su madre. Al tratarse, como ya he dicho, de un poemario muy narrativo no es raro que unos poemas nos lleven a otros, y así me ha gustado un poema que nos recuerda el comentado anteriormente y en el que por fin se decide a hablar de su madre, consiguiendo uno de los momentos más bellos del libro:



Las manos bajo el agua


Nunca sabrás por qué
si algún día lograras
ser como Almodóvar
y escribir todo sobre tu madre,
superando la castración
del reto de aquella locutora,
comenzarías con la escena
que insiste en aparecer
una y otra vez.

Fue un día de semana en el viejo
departamento de Oroño
y Seguí. Tu madre
salía, como la heroína
de una película rusa
de los mejores tiempos,
a comprar la leche,
dejando la puerta
cerrada con llave
conmigo y mis hermanos
adentro.

No sé bien como fue:
si lo contó ella
o lo contó a alguien
que después te lo contó
(esas cosas pasan
en las mejores familias
de los barrios retirados).
Pero la imagen quedó:
tu madre, bajo la lluvia,
en un momento extravió algo.
Por lo que después te pasó
tendés a pensar en el dinero,
pero no, era más bien la llave.
Se le cayó la llave de metal,
más bien pequeña,
en medio de la lluvia,
en un barrio con calles de tierra.
Pero no en el barrio mismo
sino un par de cuadras más allá,
sobre el pavimento.
Pero un pavimento sucio,
enkilombado, lleno de basuras
y de barro. La imagen
es la de tu madre
tanteando con las manos
bajo el agua, tratando
de tocar aquella llave
infinitesimal que le devolviera
en aquel día infernal
de lluvia cerrada
el acceso a sus hijos.
Si esto es real, si no
lo inventó el cerebro
después de tantos años,
es un buen principio
para decir todo
sobre tu madre.
Porque el recuerdo
(falso o verdadero)
es puramente cinemático,
desprovisto de todo dramatismo:
la lluvia, una mujer joven agachada
(que es a la vez tu madre)
que palpa con las manos
bajo el agua. Algo
que de una u otra manera
terminó siendo tu concepto
de la realidad personal,
biológica, social, general.
Algo que terminó desarrollando
tu gusto por las tormentas
cuando empiezan y son bravas.
Algo que hizo que no te quebraras
tantos años después
(esto pasó realmente:
podés decirlo hoy)
cuando perdiste la plata
de una cobranza
de la imprenta
en una zona imposible
del Parque Independencia,
todo por subir aquel cordón
con la bicicleta
y cortar camino a través
de ese casi bosque.
Te pasaste horas
tanteando entre hojas
de otoño y pedazos
de hojas de otoño
sumergidas, como si fueran
otros tantos billetes
subacuáticos, sin encontrar nada,
con las manos bajo el agua.
Rastro genético de la imagen:
el mito y la leyenda
de tu madre buscando
su propia pérdida,
la llave, bajo la lluvia.
Un buen modo de empezar
a contar alguna vez
todo sobre tu madre.



Así que en resumen El año de Stevenson de Gandolfo puede leerse como un diario sentimental de Elvio E. Gandolfo, libro de evocaciones o reflexiones. Arranques poéticos que hunden su esencia en el deseo de narrar o transmitir. Poemas melancólicos, entrañables, humanos, celebrativos, llenos de ironía y humor.

Me he enterado, gracias a las redes sociales (y el propio autor me lo confirma), que dentro de no mucho se va a publicar un libro con los Cuentos reunidos de Elvio E. Gandolfo, una noticia que me parece todo un acontecimiento literario.

2 comentarios:

  1. ¡Es buenísimo!
    El poema de la madre buscando la llave es genial.

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    Respuestas
    1. Hola Sonia: a mí me parece también que el poema de la madre es de los mejores del libro.

      Te recomiendo mucho los cuentos de Gandolfo: son muy buenos.

      Saludos

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