domingo, 9 de marzo de 2014

La hora violeta, por Sergio del Molino

Editorial Mondadori. 191 páginas. 1ª edición de 2013.

A Sergio del Molino (Madrid, 1979) lo conocí en el encuentro de blogs literarios que se celebró en el Media-Lab Prado de Madrid en marzo de 2012, al que los dos habíamos sido invitados. Después de aquel día he coincidido con él en dos ocasiones. Fui a la presentación de su libro No habrá más enemigo en Madrid, que tuvo lugar en la librería Tipos Infames (la reseña de ese libro está AQUÍ). También fui el año pasado a la presentación en Madrid de su nuevo libro, La hora violeta, en La Central de Callao. Esto ocurrió en abril de 2013, y hasta este enero La hora violeta ha sido uno de mis posibles libros por leer. No lo empezaba debido a mi caos habitual respecto a las nuevas lecturas que acometer y también por el miedo que me provocaba adentrarme en sus páginas.
La hora violeta, como el propio autor nos cuenta en la primera página, trata de lo siguiente: “Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas. Ése es el tiempo que cabe en nuestra hora violeta. Ése es el tiempo que cabe en este libro, que contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición” (pág. 11).

En octubre de 2013 La hora violeta fue galardonada (junto con Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz) con el premio Tigre Juan; y en diciembre de 2013 le concedieron el premio Ojo Crítico.

En La hora violeta no hay trucos narrativos; y aun así, a pesar de haber leído en la primera página el párrafo que he copiado más arriba, uno espera que Pablo pueda librarse de la enfermedad y que Sergio y Cris, sus padres, puedan retomar su vida donde la dejaron antes de que le fuese diagnosticada a su hijo una complicada leucemia. De hecho, Sergio juega en el texto a reírse de los trucos narrativos, y –como ya hacía en No habrá más enemigo– compara su narración con el guión de una película: “Vivimos atascados en ese no-man’s time, en un pleonasmo de nosotros mismos, y en él evocamos aquel relato fantástico e inverosímil, aquella tragedia barata llena de artificios de guionista zafio, que nos encerró aquí” (pág. 11); “Golpes de efecto baratos e insoportables, reiteraciones de guión de telefilme de sobremesa, pirotecnia melodramática” (pág. 44).

Escribir La hora violeta le sirve a Del Molino para evadirse de lo importante –el recuerdo de su situación–, haciendo de la escritura de su historia lo urgente: “Lo urgente es también este libro. Con su escritura esquivo lo importante. Encaro la pena con palabras, y mientras resuelvo problemas de estilo, depuro el lenguaje y estructuro sus páginas, evito ser tragado por lo importante. Cuidar de los detalles literarios es mi forma de asirme al mástil y mantenerme al mando de la nave. De otro modo, me perderían las sirenas o me cegaría la contemplación del brillante y amorfo espanto que me rodea y me atraviesa” (págs. 144-145).

Cuando este libro fue novedad literaria y se comentó en algún blog de reseñas, recuerdo leer alguna opinión que afirmaba que sobre algo así –sobre la muerte de un hijo– no se debería escribir. En aquel debate acabé interviniendo para apuntar que lo mismo podría decirse de los escritores que relatan sus experiencias en los campos de concentración nazis, que sobre eso no debería escribirse. Vuelvo a opinar ahora lo mismo que opiné entonces: es precisamente de estos temas, de los temas más duros y terribles, de los que más nos afectan, precisamente de los que hay que hablar. Puede que una aventura en un país lejano, y en otra época, logre interesarme o no, pero una experiencia tan íntima como la muerte de un ser querido y, de forma más sangrante, en el caso de un hijo, me ha emocionado mucho. Desde luego, no creo en la idea de que, porque alguien hable de un tema solemne, su libro se convierte de forma automática en literatura. La hora violeta es literatura porque, al hablar de un tema universal (la muerte de un ser querido), consigue tratarlo con mucha delicadeza, reflexionando sobre la muerte y la vida en un hospital, y desde ángulos muy personales. “Me siento extranjero en un país cuyo idioma no comprendo y donde todo el mundo me habla”, nos dice el narrador en la página 30, para dos páginas más tarde afirmar: “La tregua ha terminado y ahora sé perfectamente dónde estoy y qué idioma se habla aquí”.
Del Molino nos describe cómo es la vida en una planta hospitalaria de oncopedriatía (A partir de aquí, monstruos, se titula la primera parte del libro); pero nunca se recrea en el dolor, siempre hay un intento de dignificar a los niños enfermos (es decir, no tratarlos con condescendencia) y un reconocimiento de la labor de médicos y enfermeras. Quizás las páginas que me han parecido más hermosas del libro, porque hay mucha belleza en toda esta desolación (y quizás la literatura valga precisamente para eso: para alumbrar tantos lugares oscuros), sean precisamente aquellas en las que Del Molino se aparta momentáneamente de la descripción del día a día del hospital y reflexiona sobre lo que le ocurre. Las referencias literarias son constantes aquí: Thomas Mann, Goethe, Primo Levi, Claudio Rodríguez, Casavella... y, por supuesto, Francisco Umbral. La sombra de Mortal y rosa gravita sobre La hora violeta, que se abre con una cita del libro de Umbral y acaba con una reflexión sobre esta obra, tan desagarrada y hermosa, sobre la muerte de un hijo.
Destacaría precisamente esos pasajes del libro en los que la tensión dramática se aleja un poco del foco narrativo y Del Molino evoca, por ejemplo, una ciudad canadiense, Saskatoon, que gracias a la letra de una canción decide convertir en un refugio factible; o sus paseos por Barcelona.

En cualquier caso, el libro no se adentra en la experiencia de la muerte del hijo hasta el final: las semanas finales, la muerte y el entierro no se incluyen en estas páginas.


He escrito al comienzo de esta entrada que acercarme a este libro me daba un poco de miedo. Ahora, una vez leído, opino que ha sido una experiencia positiva leerlo: me he sentido muy cercado al narrador, su drama ha sido durante unos días mi drama, lo que ha hecho de la lectura de este libro –poco condescendiente con la lágrima fácil y cargado de dignidad– una experiencia muy enriquecedora. La hora violeta ha alumbrado para mí algunos rincones oscuros de la existencia, y precisamente ése es el gran valor de la buena literatura.

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